11 de febrero de 2009

Recordando a Pío XI a los 70 años de su muerte (y III)


Ochenta años se cumplen hoy del nacimiento del actual Estado de la Ciudad del Vaticano, el último reducto del poder temporal de los Papas y soporte territorial que garantiza la completa independencia de la Santa Sede y su condición de sujeto de derecho internacional público. Su acta de nacimiento la constituyen los Pactos Lateranenses, subscritos un día como hoy de 1929, con lo cual se ponía fin a la llamada “Cuestión Romana”. Fue uno de los grandes logros de Pío XI, el papa que estamos en estos días conmemorando en ocasión del LXX aniversario de su muerte. Con el presente artículo, dedicado a la Conciliazione, concluimos el homenaje que hemos querido tributar al pontífice que supo dirigir a Eugenio Pacelli por el camino que lo llevaría a ocupar la Silla de Pedro como Pío XII, el Pastor Angelicus.

La Iglesia es una institución divina ordenada a un fin sobrenatural: la salvación de las almas; es, por lo tanto, eminentemente espiritual. Pero está en este mundo y, por lo tanto, no puede substraerse a ciertos condicionamientos de orden temporal. Es sociedad perfecta, en cuanto que tiene en sí misma los medios para la consecución de su fin propio; por eso, es independiente del Estado, con el cual comparte los mismos súbditos, pero del cual difiere en cuanto a los fines, siendo el de éste el bien común temporal mientras que el de la Iglesia es el bien espiritual de las almas. No hay, pues, identidad, pero tampoco oposición entre ambas potestades. De modo semejante a como en el ser humano hay un alma y un cuerpo que, aunque diferentes, interactúan y se influyen mutuamente para que haya vida humana, así también la Iglesia y el Estado están llamados a la colaboración recíproca en interés de la vida social.

La Iglesia no necesita estrictamente hablando poder temporal. De hecho, subsistió sin él durante los primeros siglos de su existencia. Pero el que no lo necesite no significa que no pueda o no deba tenerlo ni que no sea conveniente que lo tenga para un mejor desenvolvimiento de su misión. El poder temporal no es en sí mismo malo para la Iglesia: puede asegurar su total autonomía respecto de cualquier potestad mundana. Pero sí puede ser un peligro: el de la tentación temporalista, es decir el de distraerla de su fin primordial por cuidarse de los intereses políticos y materiales que todo principado conlleva. También existe el riesgo de la confusión de esferas cuando ambas se concentran en el mismo sujeto: ¿dónde acaba lo temporal y empieza lo espiritual? Por otra parte, en el gobierno temporal es fácil caer en el clericalismo, o sea en la tendencia de los hombres de Iglesia a entrometerse, en cuanto tales hombres de Iglesia, en los negocios de este mundo y manejarlos como si fueran asuntos espirituales.

Históricamente, el poder temporal de la Iglesia comenzó en el año 756 con la donación de Pipino, que había sido reconocido como rey de los Francos por el papa Zacarías. El sucesor de éste, Esteban II, recibió en virtud del tratado de Quierzy, el exarcado de Rávena, la Pentápolis y la región romana, que habían sido substraídos al dominio del Imperio Bizantino por los longobardos, vencidos por Pipino. Por esta época se quiso justificar la posesión de estos territorios mediante la llamada “Donación de Constantino”, un documento a tenor del cual dicho emperador, antes de marchar a su nueva capital en Oriente, habría donado al papa san Silvestre I no sólo su palacio de Letrán (cosa que sí hizo), sino la ciudad de Roma, Italia y la dignidad imperial en Occidente. En el siglo XV el humanista Lorenzo Valla demostró la falsedad del documento. Lo que sí es cierto es que Constantino el Grande publicó en 321 un decreto habilitando a la Iglesia de Roma para tener y transmitir propiedades. A partir de este momento se comenzó a constituir un importante patrimonio –aunque de carácter privado– gracias a las numerosas donaciones de las grandes familias de la nobleza romana y de los fieles. Pero no es hasta la donación de Pipino cuando el Papa obtiene el reconocimiento como soberano temporal.

A fines del siglo XI fue el turno de Matilde de Canossa, gran condesa de Toscana, que donó a la Iglesia todos sus bienes alodiales en Italia centro-septentrional. Era la época por la que san Gregorio VII publicaba sus Dictatus Papae, en los que se proclamaba la supremacía espiritual y temporal del Papado sobre la Cristiandad, y se enfrentaba al emperador Enrique IV en la famosa Querella de las Investiduras. Bajo Inocencio III (1198-1216) el augustinismo político llegó a su más acabada expresión, con este papa como árbitro indiscutible de emperadores y reyes, pero sólo un siglo más tarde comenzaba el declive del poder del Pontificado Romano con el enfrentamiento de Bonifacio VIII y Felipe IV de Francia. La prolongada estancia de los Papas en Aviñón (con Roma como presa disputada de las familias de la aristocracia local), la Peste Negra y el Gran Cisma de Occidente acabaron con la hegemonía papal, de modo que el poder temporal de la Iglesia quedó circunscrito a la política italiana. De hecho, los pontífices del Renacimiento se comportaron como príncipes italianos (Alejandro VI y Julio II liberaron sus Estados de los tiranuelos locales y lo preservaron de la voracidad de las grandes potencias europeas).

Durante los siglos XVII y XVIII, salvo algún esporádico sobresalto como la guerra que movió Urbano VIII por los ducados de Castro y Ronciglione, los Estados de la Iglesia conocieron un período de relativa paz y prosperidad, que permitió el gran despliegue del Barroco y convirtió a Roma en la grandiosa capital del Catolicismo, meta de peregrinos, artistas, estetas y viajeros curiosos. La Revolución trajo el primer ataque contra el poder temporal del Papa. En 1791 la Asamblea Constituyente decretó la confiscación de Aviñón y el Condado Venesino, feudos papales en suelo francés, lo que no se produjo sin derramamiento de sangre. En 1797, en plena campaña de Italia, Bonaparte invadió el territorio pontificio. Los revolucionarios italianos exigieron al Papa que depusiera el poder temporal y crearon las Repúblicas Anconitana y Tiberina, que quedaron reunidas en la República Romana, establecida por el Directorio el 7 de marzo de 1798. Pío VI fue entonces deportado a Francia, donde murió en 1799 ante el regocijo de los que creían que, así como Luis XVI había sido el último de los reyes, él era el último de los papas. Pero el Rey de Nápoles, Fernando IV, contraatacó y expulsó a los franceses de Roma, acabando así con el efímero experimento republicano en septiembre de 1799.

Bonaparte, que había tomado el poder tras el golpe del 18 de Brumario, era sagaz y prefería tener buenas relaciones con la Iglesia. Con Pío VII, sucesor de Pío VI, celebró el concordato de 1801 y devolvía a la Iglesia sus posesiones, pero un nuevo enfrentamiento hizo que en 1808 Napoléon (a cuya coronación imperial había asistido el Papa en París) le arrebatara las Marcas para anexionarlas al Reino de Italia, satélite del Imperio Francés. Un año más tarde el propio Pío VII fue apresado y llevado a Savona, mientras el Estado de la Iglesia era anexionado a Francia. En 1814, el mismo día de la abdicación de Fontainebleau, el pontífice fue liberado y volvió en triunfo a Roma, siéndole devuelta la casi totalidad de sus dominios por el Congreso de Viena. Pero las ideas liberales, llevadas por los franceses, habían prendido en Italia, donde se constituyeron las sociedades carbonarias, que complotaban contra los poderes tradicionales para instaurar en su lugar regímenes liberales. La Insurrección de Julio de 1830 y la Revolución de Febrero de 1848 no dejaron de tener repercusiones en toda Italia y particularmente en los Estados del Papa. El beato Pío IX, que era de familia liberal, se había hecho ilusiones pensando que podría congraciarse con los liberales y otorgó una constitución, pero el asalto al poder del que fue víctima en 1848 (que le obligó a huir a Gaeta), le desengañó de golpe. Se constituyó la Segunda República Romana, tan efímera como la primera. Al volver a Roma al año siguiente, el papa Mastai decidió volver al absolutismo.

El Risorgimento o movimiento para la unificación de Italia se propuso la conquista de todos los Estados de la Península para ponerlos bajo el cetro de un solo monarca: fue éste el rey de Cerdeña y Piamonte, de la Casa de Saboya. Mazzini, Cavour y Garibaldi fueron los artífices de la política de agresión y expansionismo que, a través de las llamadas Guerras de Independencia, llevó entre 1859 y 1870 a la realización del ideal nacionalista. Por lo que toca a los Estados Pontificios, el 1861 el primer parlamento del proclamado Reino de Italia decidió declarar a Roma su capital, lo que significaba la ruptura de las hostilidades con el Papa. Los ejércitos piamonteses habían ido ocupando sucesivamente todos los territorios del norte y centro de la Península, de modo que el Estado de la Iglesia quedó reducido al Lazio. Napoléon III asumió entonces la defensa de Roma, lo que detuvo el avance de los invasores, pero sólo hasta 1870, cuando la Guerra Franco-Prusiana obligó a Francia a retirar sus guarniciones. Después de una heroica aunque simbólica resistencia de los zuavos pontificios, los garibaldinos entraron en la Ciudad Eterna por la brecha de la Puerta Pía, el 20 de septiembre de aquel año. El beato Pío IX se constituyó entonces en prisionero en el Vaticano, iniciándose así la Cuestión Romana. El poder temporal del Papado se había acabado después de más de un milenio de existencia.

Víctor Manuel II de Saboya ocupó el Quirinal, hasta entonces el Palacio del gobierno papal. Su gobierno estaba dominado por anticlericales, que llevaron a cabo una política agresiva contra la Iglesia, a pesar de las seguridades dadas en la Ley de Garantías de 1871, que el Papa no aceptó. Se llevó a cabo en Roma una drástica desamortización de los bienes eclesiásticos. El entierro del beato Pío IX en 1878 dio lugar a un tumulto que casi acaba con el féretro del pontífice arrojado al Tíber por la furia carbonaria. La nobleza fiel al Romano Pontífice visitió de luto y mantuvo las ventanas exteriores de las fachadas de sus palacios cerradas en señal de protesta. Fue llamada la “aristocracia negra”, en contraposición de la “aristocracia blanca”, partidaria de la casa de Saboya y del nuevo status quo. Por supuesto, a los católicos fue prohibido participar en la vida política, lo que en realidad redundaba en detrimento de la causa de la religión, pues se dejaba que todo lo hicieran los enemigos declarados de la Iglesia. León XIII, san Pío X y Benedicto XV mantuvieron su condición de augustos prisioneros en el Vaticano (no daban la bendición Urbi et orbi desde el balcón exterior de San Pedro, sino sólo en el interior de la basílica). Sin embargo, se mostraron más flexibles al comprender que la situación era irreversible y se estaba prolongando demasiado.

Pío XI fue quien, como se ha visto anteriormente, decidió adoptó un talante totalmente nuevo en vistas a resolver la Cuestión Romana. Por este tiempo, tres sacerdotes –los Padres Gennocchi, Minozzi y Semeria– decidieron reunirse y estudiar juntos la manera de encontrar una vía para que se restablecieran las relaciones Iglesia-Estado en Italia. Llevaron sus reuniones en secreto y comunicaron sus conclusiones al cardenal secretario de Estado Gasparri, quien quedó maravillado de lo pertinente de la propuesta de los sacerdotes y la presentó al Papa. Pío XI quiso entonces entrar en tratos con el gobierno italiano a fin de llegar a un arreglo definitivo y satisfactorio para ambas partes. Se decidió por ambas partes la designación de sendos encargados oficiosos. Gasparri nombró al abogado consistorial Francesco Pacelli, mientras Mussolini escogió a Domenico Barone. Pacelli era hermano del nuncio en Alemania y nieto del fundador del diario oficioso de la Santa Sede L’Osservatore Romano. Nos ha dejado un valiosísimo testimonio de las negociaciones con el Quirinal en su Diario della Conciliazione. Dos años y medio duraron las conversaciones: desde agosto de 1926 hasta febrero de 1929. Al cabo de este lapso, el día 11 de febrero, se subscribieron en el palacio anejo a la basílica romana de San Juan de Letrán los Pactos Lateranenses, que pusieron fin al diferendo que desde hacía casi sesenta años enfrentaba a la Santa Sede y al Reino de Italia. Por la primera firmó el cardenal Gasparri; por el segundo, Benito Mussolini.

Los Pactos Lateranenses constan de dos instrumentos legales: el Tratado de Letrán y el Concordato entre la Santa Sede e Italia. Mediante el tratado, la Santa Sede reconocía al Reino de Italia y renunciaba a toda pretensión a sus antiguos territorios; a cambio, veía reconocida su independencia y soberanía, quedando fundado el minúsculo Estado de la Ciudad del Vaticano, del cual era jefe el Papa. Se concedía, además, a este nuevo Estado, por medio de una convención financiera, la exención de impuestos y tasas sobre las mercancías de importación y una compensación económica por la pérdida de los anteriores dominios consistente en 750 millones de liras y títulos consolidados del Estado al 5% de interés y al portador por valor de mil millones de liras. Parecen sumas exorbitantes, pero no lo son tanto si se considera todo lo que fue expoliado antes y después de la brecha de la Puerta Pía. Fue éste el fondo que constituyó la base de las finanzas vaticanas y que Pío XI confió a su banquero Bernardino Nogara. El concordato, por su parte, una vez las partes se habían reconocido mutuamente, definía las relaciones civiles y religiosas entre ambas, lo que no dejó de causar malestar en ciertos ambientes católicos que veían en ello un reconocimiento al régimen fascista. El padre Alberto Royo, en su artículo del blog Temas de Historia de la Iglesia ( http://www.historiadelaiglesia.org/2009/02/80-anos-de-los-pactos-lateranenses.html) cita la frase del democristiano Alcide De Gasperi: “Ahora están contentos los clericales-papistas y están contentos los fascistas; para Mussolini es un triunfo”, pero apunta muy bien que la intención de Pío XI era muy otra: simplemente de poder hacer posible la independencia de la Iglesia, como lo demostró al publicar sólo dos años más tarde la encíclica Non abbiamo bisogno contra el fascismo.

A Pío XI también se le ha reprochado el haber citado a Mussolini como “el hombre con el que la Providencia ha hecho que nos encontremos”. Como si el Papa dijera que el Duce era un hombre providencial o de Dios. Nada de eso. Él mismo explica que lo consideraba un hombre “que no tenía las preocupaciones de los liberales”, es decir, que no tenía los prejuicios anticlericales decimonónicos que le impidieran negociar (Mussolini poseía otra especie de anticlericalismo). Por lo demás, es sabido que Achille Ratti dijo en alguna ocasión que por el bien de las almas estaba dispuesto a tratar hasta con el mismo diablo. Su intención auténtica fue la que declaró con satisfacción una vez firmados los Pactos Lateranses: “contribuir al retorno de Dios a Italia y de Italia a Dios”.



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