10 de febrero de 2009

Recordando a Pío XI a los 70 años de su muerte (II)


¿Cuándo se encontraron los dos hombres que estaban destinados a sucederse en el papado? En 1912, cuando, llamado por san Pío X, el entonces monseñor Ratti llegó de Milán para encargarse de la Biblioteca Apostólica Vaticana en calidad de vice-prefecto, monseñor Pacelli era sub-secretario de la Sagrada Congregación para los Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios, en la que había entrado gracias a los buenos oficios del cardenal Pietro Gasparri. Éste llamó a Pacelli a su lado para trabajar en la colosal tarea de la codificación del Derecho Canónico, obra querida por el papa Sarto, pero que sólo quedó terminada bajo su sucesor Benedicto XV. Los trabajos requerían la constante consulta de las fuentes disponibles en la Biblioteca Apostólica, de la que desde 1914 Achille Ratti será prefecto. Tuvo, pues, que haber un trato más o menos asiduo entre los dos monseñores, por quienes Gasparri concibió un gran aprecio. De hecho a ambos les dio más tarde encargos diplomáticos, haciéndolos nombrar por el Papa: a Pacelli nuncio apostólico en Baviera (1917) y a Ratti visitador apostólico en Polonia y Lituania (1918) y más tarde nuncio en Polonia. Ambos se foguearon en sus respectivas misiones con parecidas experiencias dramáticas: la revolución bávara (1919) y la invasión soviética de Polonia (1920). Pero mientras Pacelli siguió siendo nuncio hasta 1929, Ratti abandonó la diplomacia en 1921 al ser preconizado arzobispo de Milán y creado cardenal por Benedicto XV.

El pontificado ambrosiano del cardenal Achille Ratti fue brevísimo: no llegó ni a ocho meses. Fue interrumpido por su elección como papa el 6 de febrero de 1922. Ésta había recaído sobre él en la decimocuarta votación de un cónclave complicado, en el que se enfrentaban ásperamente el grupo de los conservadores (liderado por el cardenal Merry del Val, antiguo secretario de Estado de san Pío X) y el de los más liberales (a cuya cabeza estaba el cardenal Gasparri, secretario de Estado de Benedicto XV). Como ninguno conseguía prevalecer y el cónclave corría el riesgo de prolongarse, los cardenales decidieron elegir a un hombre de compromiso, que fuera bienquisto a todos y ése fue Ratti, cuyo primer acto fue una señal de la voluntad del nuevo papa de pasar página y dejar atrás viejos agravios para relanzar el liderazgo de la Iglesia en el mundo moderno. Pío XI decidió impartir la tradicional bendición Urbi et orbi desde el balcón exterior de San Pedro, cosa que no se hacía desde 1870, cuando las tropas garibaldinas ocuparon Roma. Los sucesivos pontífices, en protesta por la expoliación de los Estados Pontificios y mientras la “cuestión romana” no se resolviera, habían decidido bendecir desde el interior de la basílica vaticana. El flamante papa, en cambio, mostraba públicamente un nuevo talante.

Pío XI necesitaba, por supuesto un decisivo apoyo en la Curia Romana para llevar a cabo su nueva política y lo encontró en su antiguo valedor: Pietro Gasparri, a quien confirmó como secretario de Estado, ya que apreciaba en él, a la par que un amor incondicional a la Iglesia, un sentido práctico de las cosas, que le permitía sacar ventajas de las situaciones menos promisorias. Gasparri era un gran conocedor de la naturaleza humana y sabía sacar partido de ello a la hora de negociar, cosa que se le daba muy bien, como lo demostraría ampliamente a lo largo del proceso de la Conciliazione, la obra de su vida junto con el código canónico de 1917.

El año que Pío XI subió al sacro solio se terminaría con el fascismo en el poder después de la exitosa Marcha sobre Roma de Mussolini el 28 de octubre. Fue la primera escalada de un nuevo autoritarismo de tipo caudillista que era la contrapartida del totalitarismo comunista, con el que, sin embargo, le acomunaba la misma obsesión por la omnipotencia del Estado y su absoluta prevalencia sobre las personas, lo cual se expresaba en el famoso lema: “todo en el Estado, nada contra el Estado, nada fuera del Estado”. El desencanto que siguió a la euforia post-bélica y la crisis económica y social galopante crearon las condiciones ideales para la aparición y el éxito entre la población de este tipo de solución. Tanto el sistema tradicional como la democracia liberal se hallaban desacreditados en la mayoría de países (el uno, por no haber evitado ni sabido gestionar la guerra; la otra, por su inepcia e ineficacia en remediar sus graves consecuencias. Pero el Papa, como nadie, veía los peligros que el avance autoritario suponía y decidió prevenirlos mediante el recurso a la política concordataria.

¿En qué consistía ésta? En asegurar para la Iglesia un marco jurídico, pactado con los diferentes Estados, para que pudiera actuar libremente y con seguridad, sin ser molestada u hostigada. Esta solución se había revelado más o menos satisfactoria en el pasado, pero, ¿respondía a las nuevas circunstancias políticas e internacionales? Un concordato implicaba el mutuo reconocimiento de las partes pactantes y algunos pensaban que la Iglesia no podía reconocer a según qué regímenes. Por otra parte, no existían ya las antiguas garantías de respeto a lo acordado, resumidas en el principio pacta sunt servanda. La inestabilidad de los gobiernos y la prepotencia de los nuevos poderes no auguraban nada bueno a este respecto. Con todo, no existía una opción mejor y Pío XI llevó adelante su política concordataria de consuno con su secretario de Estado (personalmente enfrascado en los tratos con el gobierno fascista para resolver la “cuestión romana”). Fue en este campo en el que emergió y destacó la figura del nuncio Pacelli, que obtuvo los concordatos con Baviera (1924) y con Prusia (1929), revelándose como un inteligente y hábil negociador. Como el káiser Guillermo II lo había definido, era “el perfecto modelo de prelado romano”, es decir, el hombre que necesitaba a su lado el papa Ratti.

El cardenal Pietro Gasparri, una vez subscritos los Pactos Lateranenses el 11 de febrero de 1929, consideraba haber cumplido ya su misión al servicio de la Santa Sede y deseaba retirarse a la vida privada. Pío XI, pues, llamó a Roma a monseñor Pacelli a finales de ese año, dando por terminada su misión diplomática en Alemania para concederle el rojo capelo –que recibió en el consistorio del 16 de diciembre– y darle el relevo de Gasparri como nuevo secretario de Estado. Este último nombramiento se produjo en febrero de 1930 y la transmisión de poderes se hizo de forma natural y cordial entre el antiguo maestro y su aventajado pupilo. Desde este mismo momento Pío XI tomó bajo su patrocinio al cardenal Pacelli, en el que cifraba muchas expectativas (que no fueron defraudadas). Entre el Papa y su secretario de Estado se estableció una relación paterno-filial de la que nos da interesantes detalles el maestro de cámara pontificio monseñor Alberto Arborio-Mella di Sant’Elia en su inestimable volumen de Instantáneas inéditas de los Papas.

Pío XI tenía fama de mal carácter y los curiales vaticanos temblaban cuando eran llamados a su presencia. Pero, como bien explica en sus memorias sobre este papa el cardenal Carlo Confalonieri, era un lombardo franco y que no se andaba por las ramas, pero de natural noble y sin doblez. Teniendo las ideas claras y sabiendo cómo llevarlas a cabo, no quería asesores sino ejecutores y les exigía la máxima eficacia en el cumplimiento de sus directivas. Con las cosas de la Iglesia no se andaba con bromas. Pacelli era, sin embargo, el único cuyo parecer le interesaba conocer, cosa que revela el predicamento del que gozaba con el Papa y del que, sin embargo, jamás abusó. Otro rasgo de la personalidad de Pío XI lo refleja su decisión de mantener a su lado a su fiel gobernanta de siempre, Teodolinda Banfi, que se trajo desde Lombardía para que le llevara el apartamento pontificio con gran escándalo de los puritanos cortesanos del Palacio Apostólico, uno de los cuales se atrevió a objetarle al Papa que nunca un Romano Pontífice había admitido a una mujer –y laica por añadidura– a su servicio personal. Pío XI respondió simplemente: “Querrá usted decir que yo seré el primero” y zanjó la cuestión. Pacelli seguiría el ejemplo al tomar consigo como gobernanta a sor Pascalina Lehnert, que acabaría convirtiéndose en “la señora del Sacro Palacio” (como reza el título de una de las recientes biografías de la extraordinaria monja).

Se ha dicho que Pío XI y Pío XII fueron papas muy distintos: valiente el primero y timorato el segundo. Es no comprender la diferencia de las circunstancias y sobre todo los antecedentes. El pontificado de Achille Ratti puede dividirse en dos períodos, coincidiendo con los sucesivos secretariados de Gasparri y Pacelli. Pues bien, precisamente el segundo período fue el más combativo de Pío XI, es decir, aquel en el que tuvo a su lado al futuro Pío XII. Éste, por ejemplo, conocía perfectamente la situación de Alemania, y estuvo detrás de la publicación de la encíclica Mit brennender Sorge, en la que trabajó personalmente con el cardenal Faulhaber. A quienes felicitaban al Papa por ella, él les señalaba a Pacelli afirmando que el mérito era suyo. Pío XI, como hombre de carácter que era, no hubiera soportado a un pusilánime como estrecho colaborador, ni menos lo hubiera preparado para sucederle como hizo. Ratti amaba demasiado a la Iglesia como para dejarla en manos irresponsables o de quien no hubiera estado convencido que fuera la persona idónea. Es impensable.

La política concordataria siguió su curso en manos del cardenal Pacelli, quien negoció los concordatos con Baden (1932), Austria (1933), el Reich (1933) y Yugoslavia (1935). Conviene referirse brevemente al concordato con el Reich, pues se suele presentar como una aprobación del hitlerismo por la Santa Sede. No hay nada de eso. En realidad, ya hacía años que Pacelli buscaba un entendimiento jurídico con Alemania. Sus intentos habían fracasado por la inestabilidad política de la República de Weimar y la oposición de los socialistas y protestantes en el Reichstag. Apenas llegado Hitler al poder como canciller, quiso apartar todos los posibles obstáculos a sus planes y ofreció a la Santa Sede la subscripción del concordato, a cambio eso sí de que el Zentrum (el partido católico) se disolviese. Monseñor Ludwig Kaas, presidente del Zentrum, aceptó sacrificar el partido por el bien de la Iglesia. El concordato fue negociado con el vicecanciller alemán, el católico Franz von Papen y firmado el 20 de julio en Roma. En su virtud, la Iglesia Católica obtenía importantes garantías para su existencia y el desarrollo de su actividad en Alemania. El texto del concordato era la versión revisada y actualizada de un antiguo borrador de cuando Pacelli era todavía nuncio y Hitler ni siquiera se tomó la molestia de estudiarlo (ya se sabe lo que pensaba de los tratados). Es de notar que acuerdos semejantes se celebraron posteriormente entre el Reich y las principales confesiones protestantes de Alemania. También hay que decir que, si no hubiera existido este instrumento jurídico, la situación de la Iglesia en territorio germánico hubiera sido terrible: de algo, pues sirvió.

El cardenal Pacelli fue enviado por el Papa en viajes internacionales para que fuera conocido por el episcopado mundial. En 1934 fue legado a latere para presidir el XXXII Congreso Eucarístico Internacional de Buenos Aires: fue un viaje apoteósico y un revulsivo para el catolicismo latinoamericano. Durante la travesía en barco tocó Argentina, Uruguay, Brasil y España, países en los que dejó un recuerdo indeleble, incluso cuando las escalas fueron muy breves. Un año más tarde iba a Lourdes, recabando los más altos honores del gobierno francés. En 1936 emprendió una gira de carácter privado por los Estados Unidos, en lo que fue una auténtica marcha triunfal y constituyó un espaldarazo a la joven y dinámica iglesia norteamericana. Fue entonces cuando el Papa le dedicó el jocoso y cariñoso título de “Cardenal Nuestro transatlántico panamericano”. Al año siguiente, acudía a Lisieux para consagrar la basílica dedicada a santa Teresita del Niño Jesús, de la que Pío XI era tan devoto: volvió a ser muy bien recibido por las autoridades francesas no obstante gobernar el Frente Popular. En 1938, en fin, cuando la situación europea se había vuelto muy delicada y empezaba a asomar el fantasma de la guerra, fue a Budapest para el XXXIV Congreso Eucarístico Internacional, último de los grandes fastos antes de que se desatara la tormenta.

Así pues, cuando Pío XI llegó al final de su curso terrestre, podía irse tranquilo porque dejaba tras de sí a aquel a quien a menudo se refería –sugiriendo de esta manera su elección a los futuros participantes del cónclave– con la frase “farà un bel Papa” (“será un Papa estrupendo”). Achille Ratti se marchó de este mundo con la pena de no haber podido conmemorar el X aniversario de los Pactos Lateranenses, ocasión para la que había convocado a todo el episcopado italiano, al que probablemente iba a dirigir una alocución enérgica denunciando las violaciones del concordato por el gobierno mussoliniano. Muchos años después, difundida por el secretario del cardenal Tisserant (que apreciaba grandemente al papa Ratti), circuló una historia al respecto, según la cual el Duce habría encargado al arquíatra pontificio, el Dr. Petacci (padre de su amante Claretta), asesinar a Pío XI aplicándole una inyección letal. La cosa fue desmentida por el cardenal Confalonieri, que fuera camarero del Papa y estuvo velando al pie de su lecho durante su última enfermedad. Lo cierto es que a Pacelli correspondió, como camarlengo, el triste deber de certificar su muerte, hace hoy exactamente setenta años, y recoger la gran herencia de su pontificado menos de un mes más tarde, cuando fue muy naturalmente elegido sucesor suyo en un brevísimo cónclave, tomando el nombre de Pío XII. Fue éste el último regalo de Pío XI a la Iglesia.



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